2.10.25

BRACARA AUGUSTA. La ciudad donde se abraza la piedra

En los archivos invisibles de Bracara, donde el barro guarda memoria y las raíces de los carballos rozan restos de mosaicos, hay una parábola sin fecha: la ciudad nació el día en que la piedra consintió ser abrazada.

Dicen que empezó junto al agua, en la pendiente donde canta la Fonte do Ídolo. Allí el rostro femenino —Nabia, quizá; o la Señora sin nombre que precede a los nombres— abría los ojos cada amanecer para ver a las mujeres llegar con jarros de barro. Ponían las manos sobre la losa húmeda, la ceñían con la palma, como se ciñe un niño contra el pecho, y murmuraban en la lengua antigua: “Que el agua me atraviese, que la piedra me sostenga”. El rito era sencillo y exacto: rodear para sostener, ceñir para elevar. Lo sabían las manos, no hacía falta escuela.

FUENTE DEL IDOLO - BRAGA

Desde ese brocal sagrado partía un sendero de vapor y granito que subía a la altura de los castros. En la Pedra Formosa, la piedra se hizo puerta y el cuerpo aprendía el estrecho. No era un paso: era una juntura. La piedra te recibía como una madre que sabe de pesos y de fiebres; un abrazo lento, caliente, mineral. Allí, desnudo de sobrantes, uno salía al otro lado con el pulso limpio. Lo llamaban balneario, pero era otra cosa: una pedagogía de respiración, un pacto de piel entre la tierra y la carne. Algunos aseguran que en el borde de la losa se oían burbujear nombres: Bracari, braga, abrazo—sonoridades que sólo se entienden cuando el aire en los pulmones se vuelve más pesado que el silencio.

PEDRA FORMOSA - BRAGA

Los romanos llegaron con su caligrafía recta y sus divisas fabricadas en bronce, y vieron que el rito encajaba en la razón de los imperios. No había que prohibirlo: bastaba con alojarlo. Trazaron foros, abrieron calzadas, y permitieron a la ciudad llamarse Bracara Augusta, como quien acepta que el hijo conserve el apellido de la madre. Nadie discutía el gesto: la piedra seguía recibiendo el abrazo, el agua seguía cantando bajo la piel, y los nombres —Nabia, Tongoenabiagus— aprendieron a convivir con los suyos.

Pasaron siglos. Las torres cambiaron de dueño y de forma, los estandartes olvidaron su viento, y la ciudad se hizo iglesia y campana. Braga, la de los arzobispos, sostuvo una trama de templos como quien extiende los dedos para tocar el aire. Pero los dedos, a veces, atraen rayos. Llegó desde el norte una ambición con capa de peregrino, una astucia con andares de corte: Compostela —recién nacida en el poder y ya vieja en el deseo— decidió que los bienes del vecino podían serle más propios que a nadie. Fue entonces cuando la historia adquirió el timbre de hierro de las crónicas: expediciones, reliquias transhumantes, custodias que cambian de manos. Los escribanos, que todo lo barnizan, lo llamaron pío latrocinio. En la plaza, sin latín, la gente lo nombró con verdad breve: expolio.

Dicen que en ese viaje no solo cruzaron huesos y cálices. Cruzó, también, una manera de tocar lo sagrado. En el equipaje secreto —nadie lo escribió— viajaba el gesto: ese rodear que consuela, ese ciñir que no asfixia, esa memoria del balneario y de la fuente. Compostela lo recibió, lo pulió con incienso y lo subió a los andamios del barroco. Dispuso una imagen de piedra —el apóstol sentado, grave y cercano— y le dio un trono de oros. Después ideó un camino por detrás, casi clandestino: un corredor para que el pueblo repitiera el acto primero, abrazar la piedra. El resto fue multitud.

ABRAZO EN COMPOSTELA

Desde entonces, cada día, miles de brazos se ciñen a la espalda del Apóstol. Alguien dirá que abrazan madera o plata sobredorada; los atentos saben que abrazan piedra, como en Bracara, como en la Pedra Formosa, como en la Fonte donde la Señora se miraba en el agua. Es el mismo verbo encarnado en distintos altares: rodear para sostener, ceñir para elevar. Cambia el santo, cambia la esquina del mundo, pero el gesto viene de lejos y no admite dueño.

A veces, en tardes de lluvia, un peregrino que no sabe de etimologías siente al apoyar la mejilla en la escápula del Apóstol un rumor hondo, como de corriente subterránea. No es el río Sar ni el murmullo de la nave: es Braga que respira en Compostela. Es la Fonte do Ídolo curvándose en el bronce del baldaquino; es la Pedra Formosa apretando el paso en el estrecho detrás del altar. Es la vieja promesa de la arquitectura: ninguna casa es firme si no fue abrazada en su primera piedra, ninguna ciudad es digna si no recuerda el lugar donde aprendió a rodear sin herir.

Porque el abrazo —este humilde arte de la braga y del brazo— no es una invención piadosa: es una tecnología del alma. Los canteros la conocen cuando ciñen con eslinga un sillar para izarlo sin daño; las mujeres de Briteiros la conocían al frotar la losa humedecida con agua fría; los monjes la transmutaron en liturgia para que no se perdiera en los pasillos del tiempo. Y aunque la Historia vista a veces el gesto con brocados ajenos, el cuerpo recuerda: cada abrazo al Apóstol es una cita con Bracara; cada roce en la cantera, una catequesis mineral; cada mano en la piedra, una continuación del mismo oficio.

Un día —así terminan estas parábolas— alguien devolverá a Braga una caja modesta. Dentro no habrá tibias ni cruces ni sellos. Habrá un papel con una sola línea: “La ciudad donde se abraza la piedra.”

Y no será una definición ni un título nobiliario. Será un recuerdo. Bastará con leerlo para que en la Rua do Raio vuelva a oler a agua nueva, para que la losa del balneario sude otra vez su vapor antiguo, para que en Compostela, al cerrar los ojos, cada peregrino entienda que el abrazo que ofrece al Apóstol viene de lejos y vuela de vuelta cada noche sobre los montes de Briteiros, como un lazo de cuerda que recuerda a todas las piedras —santas, fundacionales, humildes— que el mundo se sostiene gracias a aquello que se rodea sin romperse.

A PEDRA SANTA - ALLARIZ - OURENSE
P. D. Hoy el rito pervive en Santa Mariña de Augas Santas (Allariz): vecinos e visitantes “abrazan a Pedra Santa” —la tocan y la ciñen, pasan la mano por su cara húmeda y dejan flores o exvotos— pidiendo salud, fertilidad y protección. Un gesto vivo, en la romería y a lo largo del año.

© Carlos Sánchez-Montaña 2025

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